«No es habitual que decidamos el momento ni la forma, pero hay situaciones en que esa decisión es posible y hasta razonable».
Por Agustín Squella
Todos vamos a morir, esa es la única certeza que podemos tener. «Seres arrojados al mundo y destinados a la muerte», decía Heidegger. Un breve haz de luz en medio de dos interminables oscuridades, la que precedió a nuestro nacimiento y aquella que seguirá después de morir, eso es la existencia de cada uno, aunque con el siguiente consuelo: entre tanto, es decir, mientras estamos vivos, bien podemos tomar un vaso de vino, y donde «vino» no alude a ese delicioso licor que fabricamos de las uvas, o no solo, sino a cualquier persona, cosa o actividad que dé sentido o a lo menos haga placentera la efímera y radicalmente mortal existencia de hombres y mujeres.
Algunos podrán creer que la vida humana tiene en sí misma un sentido, un sentido trascendente que suele vincularse a la existencia de un ser superior que sería responsable de todo cuanto hay; otros pueden negar ese sentido y, a la vez, consentir en que cada cual, cada individuo, cada hombre y mujer, tiene que inventárselo, es decir, dar un sentido a su existencia, o más de uno, puesto que el sentido que otorgamos a la vida bien puede ser plural. Estos últimos podrían decir también que si morir es algo, la muerte es nada. Morir es un momento por el que todos vamos a pasar, pero que, una vez ocurrido, nos sume en la nada, en la más completa inconsciencia de nosotros mismos y del mundo, en un sueño eterno y solitario del que no tendremos percepción alguna, en aquella segunda interminable oscuridad que mencionamos antes. Por lo mismo, de los difuntos solo puede decirse que murieron, que pasaron por el acto de morir, pero no que están muertos, puesto que la muerte no es un estado en el que alguien pueda encontrarse. En cambio, los creyentes sí pueden hablar de la muerte como una situación en la que se está luego de morir y como un tránsito hacia un estado distinto y mejor que el que se tuvo durante la vida terrenal.
Como ocurre con tantas cosas relevantes, no coincidimos acerca del sentido de la vida, de si esta lo tiene y es cuestión de descubrirlo, o si no lo tiene y es asunto de dárselo. Tampoco coincidimos sobre el significado de la muerte ni acerca de lo que acontece o no luego del hecho de morir, y como vivimos en sociedades plurales, abiertas, nadie puede imponer a los demás su punto de vista sobre un asunto como este. La falta de acuerdo tampoco puede ser suplida por la determinación de algún ser superior en el que todos deban creer. En esto nos encontramos solos con nosotros mismos, en diálogo con los demás, es cierto, pero sin la esperanza de que ese diálogo pudiera conducir al hallazgo de una verdad que todos estemos en condiciones de compartir. Conversamos junto al fuego, pero luego nos levantamos y marchamos en paz cada cual por su lado. Es de este modo que se imponen la tolerancia y el contrato de indulgencia mutua que nos debemos unos a otros.
La decisión sobre la muerte propia entra en ese cuadro de ideas. No es habitual que decidamos el momento ni la forma en que vamos a morir, pero hay situaciones excepcionales en que esa decisión es posible y hasta razonable, en especial cuando alguien padece un mal irrecuperable y grave que causa constante e insoportable dolor físico y menoscabo a la dignidad de la persona que lo sufre. En una situación como esa nadie puede ser obligado a terminar con su vida, aunque nadie debería ser obligado a prolongarla hasta que se produzca la muerte natural. En tal situación alguien podría dar sentido al sufrimiento y a la prolongación artificial de la vida, pero otro, en el mismo trance, podría concluir, reflexivamente y no en respuesta a un impulso desesperado, que su padecimiento carece de todo sentido y que es preferible poner término a la existencia.
Dentro de pocos días va a votarse en general el proyecto de ley sobre eutanasia. La discusión tomará su tiempo. Los parlamentarios se escucharán unos a otros y oirán también a personas externas que tengan algo que decir. El debate será extenso e intenso por tratarse de un asunto moralmente relevante que no debe zanjarse con la injusta y abusiva afirmación de que quienes se oponen al proyecto son partidarios de la vida y quienes lo apoyan partidarios de la muerte.
(Publicado originalmente en El Mercurio del día 28 de julio de 2018.)
Pintura: La muerte de Viriato, José de Madrazo. 1807. Óleo sobre lienzo. 307 x 402. Museo del Prado. Madrid