Un cuento para un nuevo día: El malabarista de Nuestra Señora, Por Anatole France

En tiempos del rey Luis vivía en Francia un pobre malabarista, oriundo de Compiégne, llamado Bernabé, que iba de ciudad en ciudad mostrando su fuerza y su destreza.

En los días soleados desenrollaba una vieja y raída alfombra en la plaza pública, y repitiendo el jovial discurso que había aprendido de un viejo malabarista, y que nunca variaba en lo absoluto, reunía a niños y curiosos, adoptaba posiciones extraordinarias y se colocaba en equilibrio un plato de hojalata en la punta de la nariz. Al principio la multitud fingía indiferencia.

Pero cuando se apoyaba en las manos, la cara hacia abajo, arrojaba al aire seis pelotas de cobre que titilaban al sol, y las atajaba con los pies; o cuando se arrojaba hacia atrás hasta juntar los talones con la nuca, dando a su cuerpo la forma de una rueda perfecta, y en esta postura hacía juegos malabares con una docena de cuchillos, los espectadores murmuraban de admiración, y las monedas llovían sobre la alfombra.

No obstante, como la mayoría de quienes viven de su ingenio, Bernabé tenía grandes problemas para ganarse la vida, pues las penalidades parecían haberse convertido en compañeras inseparables.

La luz del día y el calor del sol eran esenciales para poder representar sus brillantes actos, y siendo el tiempo tan variable no podía trabajar con tanta constancia como hubiera querido. En invierno él no era más que un árbol despojado de sus hojas, como si estuviera muerto. El terreno escarchado era duro para el malabarista, pues dificultaba enormemente su traslado de un lugar a otro, de modo que la temporada inclemente le hacía padecer frío y hambre. Pero, siendo de naturaleza sencilla, sobrellevaba sus males con paciencia.

Nunca había meditado sobre el origen de la riqueza, ni sobre la desigualdad de la condición humana. Creía firmemente qué si su vida era difícil, sus años futuros equilibrarían las cosas, y esta esperanza lo sostenía. No era como esos sujetos inescrupulosos que venden el alma al diablo. Nunca blasfemaba con el nombre de Dios; vivía virtuosamente, y aunque no tenía mujer propia, no codiciaba la mujer del prójimo. En verdad, su naturaleza no era muy propensa a los placeres carnales, y para él era mayor privación renunciar a la copa que a la doncella que la llevaba, pues aunque no carecía de sobriedad, le gustaba beber cuando llegaba el tiempo cálido. Era un hombre digno y temeroso de Dios, y era muy devoto de la Santa Virgen.

Al entrar en la iglesia, siempre se arrodillaba ante la imagen de la Madre de Dios, y le ofrecía esta plegaria: «Señora bendita, cuida de mi vida hasta que a Dios le complazca que yo muera, y cuando esté muerto, asegúrame la posesión de las alegrías del paraíso».

Una noche, después de un día lluvioso y sombrío, mientras el triste y encorvado Bernabé seguía su camino, llevando bajo el brazo sus pelotas y cuchillos envueltos en la vieja alfombra, buscando un cobertizo donde pudiera dormir, aunque no pudiera comer, vio a un monje que iba en la misma dirección y lo saludó en forma amable. Y como caminaban a la misma velocidad, se pusieron a conversar.

–Compañero de viaje –dijo el monje–, ¿por qué estás todo vestido de verde?¿será para hacer el papel de bufón en alguna representación religiosa?

–En absoluto, padre –repuso el otro–. Me llamo Bernabé, y soy malabarista de vocación. No podría haber vocación más agradable en el mundo, si siempre uno se ganara el pan cotidiano.

–Amigo Bernabé –respondió el monje–, ten cuidado con lo que dices. No hay ocupación más agradable que la vida monástica. Los que se dedican a ella se ocupan de alabar a Dios, a la Santa Virgen y a los santos, y la vida religiosa es un himno incesante al Señor.

–Buen padre –dijo Bernabé–, sé que hablé como un hombre ignorante. Tu ocupación no puede compararse con la mía, y aunque puede haber cierto mérito en bailar con una moneda haciendo equilibrio sobre una vara en la punta de la nariz, no es mérito que pueda compararse con el tuyo. Con gusto, buen padre, yo cantaría mi oficio día a día, especialmente el oficio de la Santísima Virgen, a quien he jurado singular devoción. Con tal de abrazar la vida monástica, abandonaría con gusto el arte por el cual soy célebre en más de seiscientos pueblos y aldeas, desde Soissons hasta Beauvais.

El monje quedó conmovido por la sencillez del malabarista, y como no carecía de discernimiento, reconoció en Bernabé a uno de esos hombres de quienes se dice en las Escrituras: Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad. Y por ello respondió:

–Amigo Bernabé, ven conmigo y haré que te admitan en el monasterio donde soy prior. El que guió a Santa María de Egipto por el desierto me puso en tu camino para guiarte por la senda de la salvación.

Y así fue como Bernabé se metió a monje. En el monasterio donde lo recibieron, los religiosos competían por la adoración de la Virgen María, y en honor de ella empleaban todos los conocimientos y destrezas que Dios les había dado.

Por su parte, el prior escribía libros que versaban, siguiendo las normas de la escolástica, sobre las virtudes de la Madre de Dios.

El hermano Mauricio, con mano diestra, copiaba estos tratados en hojas de pergamino. El hermano Alejandro adornaba las hojas con delicadas pinturas en miniatura. Allí aparecía la Reina del Cielo sentada en el trono de Salomón, y cuatro leones yacían a sus pies. Y en torno del nimbo que le aureolaba la cabeza revoloteaban siete palomas, que son los siete dones del Espíritu Santo, los dones del Temor de Dios, la Piedad, el Conocimiento, la Fortaleza, el Consejo, la Comprensión y la Sabiduría. La acompañaban seis vírgenes de cabello dorado, a saber, Humildad, Prudencia, Reclusión, Sumisión, Castidad y Obediencia. A sus pies había dos figuras desnudas y blancas en actitud de súplica. Eran almas que imploraban su todopoderosa intercesión, y podemos estar seguros de que no imploraban en vano.

En una página enfrentada, el hermano Alejandro representó a Eva, de modo que al mismo tiempo uno veía la Caída y la Redención: Eva, la Esposa degradada, y María, la Virgen exaltada. Más aún, para maravilla del observador, este libro contenía representaciones del Pozo de Aguas Vivas: la Fuente, el Lirio, la Luna, el Sol y el Jardín de que nos habla el Cantar de los Cantares, la puerta del Cielo y la Ciudad de Dios, y todas estas cosas eran símbolo de la Santa Virgen.

De igual manera, el hermano Marbode era uno de los más afectuosos hijos de María. Pasaba todos sus días tallando imágenes en piedra, de modo que tenía la barba, las cejas y el cabello blancos de polvo, y los ojos continuamente hinchados y llorosos, pero su fuerza y su jovialidad no menguaban, aunque ya tenía muchos años. Era evidente que la reina del Paraíso aún cuidaba de su sirviente en su vejez. Marbode la representaba sentada en su trono, la frente ceñida por una aureola esférica incrustada de perlas. Y cuidaba de que sus pliegues del vestido le cubrieran los pies, pues el profeta declaraba: Mi amada es como un jardín amurallado. A veces también la pintaba semejante a una niña llena de gracia, como si dijera: «Tú eres mi Dios, aun desde el vientre de mi madre».

En el priorato también había poetas que componían himnos en latín, tanto en prosa como en verso, en honor de la Virgen María, y entre ellos había un hermano de Picardía que cantaba los milagros de Nuestra Señora en versos rimados y en lengua vulgar.

Siendo testigo de estas fervientes alabanzas y de la gloriosa cosecha de estas labores, Bernabé lamentaba su ignorancia y rusticidad. «Ay» suspiraba, mientras emprendía su paseo solitario por el desnudo jardín del monasterio, «desdichado de mí, que soy incapaz, como mis hermanos, de alabar a la Santa Madre de Dios, a quien he jurado todo el afecto de mi corazón. Ay, soy sólo un hombre tosco que desconoce las artes, y no puede ofrecerte, bendita Señora, sermones edificantes, ni tratados ordenados según las normas, ni ingeniosas pinturas, ni estatuas esculpidas con verosimilitud, ni versos cuyo ritmo se compare al andar de los pies. ¡No poseo, ay, ningún talento!».

Así se lamentaba y se entregaba a la pena. Pero una noche, cuando los monjes pasaban su hora de libertad en conversación, oyó que uno de ellos contaba la historia de un religioso que sólo sabía repetir el Ave María. Ese pobre hombre era despreciado por su ignorancia, pero después de su muerte salieron de su boca cinco rosas en honor de las cinco letras del nombre María, y así fue manifiesta su santidad.

Mientras escuchaba esta historia, Bernabé se maravilló una vez más de la bondad de la Virgen, pero la lección de esa muerte bendita no bastó para consolarlo, pues su corazón rebosaba de fervor y ansiaba celebrar la gloria de Nuestra Señora que está en los cielos.

No hallaba la manera de lograrlo, y cada día estaba más abatido, hasta que una mañana se despertó lleno de alegría, fue a la capilla y permaneció solo allí por más de una hora. Después de la cena regresó nuevamente a la capilla.

Y, a partir de ese momento, iba diariamente a la capilla, en las horas en que estaba desierta, y pasaba allí gran parte del tiempo que los otros monjes consagraban a las artes liberales y mecánicas. Su tristeza se disipó y dejó de lamentarse. Pero esa extraña conducta despertó la curiosidad de los monjes.

Comenzaron a preguntarse con qué propósito el hermano Bernabé se retiraba tan frecuentemente. El prior, cuyo deber es no permitir que nada se le escape en la conducta de sus hijos, resolvió vigilar a Bernabé cuando se iba a la capilla. Y un día, pues, cuando estaba encerrado allí según su costumbre, el prior, acompañado por dos monjes ancianos, fue a espiar a través de las hendijas de la puerta lo que sucedía dentro de la capilla.

Vieron a Bernabé ante el altar de la Santa Virgen, cabeza abajo, los pies en el aire, haciendo malabares con seis pelotas de cobre y doce cuchillos. En honor de la santa Madre de Dios realizaba esos actos, que antes le habían ganado renombre. Sin comprender que ese sencillo sujeto ponía así sus conocimientos y habilidades al servicio de la Santa Virgen, los dos monjes más viejos protestaron contra el sacrilegio.

El prior sabía que el alma de Bernabé era pura, pero llegó a la conclusión de que era presa de la locura. Los tres se disponían a sacarlo de la capilla cuando vieron que la Virgen María bajaba la escalinata del altar y avanzaba para enjuagar con un pliegue de su túnica azul el sudor que bañaba la frente del malabarista.

Y el prior, cayendo de bruces en el suelo, pronunció estas palabras:

–Benditos sean los simples de corazón, pues ellos verán a Dios.

–Amén –respondieron los viejos monjes, y besaron el suelo.

(1892). Le juglar de Notre Dame, Francia

Anatole François Thibault (16 de abril de 1844, París – 12 de octubre de 1924, Saint-Cyr-sur-Loire), conocido como Anatole France, fue un escritor francés. En 1921 le fue concedido el Premio Nobel de Literatura.