Las relaciones entre los músicos y la sociedad

Ortega y Gasset en los años cincuenta del siglo pasado decía que de los conciertos el público parecía salir desilusionado. La causa podría ser, afirmaba, un cambio en la sensibilidad del espectador moderno, cuya alma ya no se estremece, como ocurría en el siglo XVIII, por ejemplo.

La relación entre el compositor y el auditor ya no es tan fácil como antes, a causa de que el oyente solo adopta una posición estética, más allá de identificarse con las fuertes emociones. El hombre de hoy separa la actividad estética de su vida sentimental. Nos mantenemos como espectadores, no entramos en el juego, desconfiamos de nuestras emociones, ponemos por delante una actitud crítica.

Los músicos, por su parte, pienso en La Consagración de la Primavera (y aquí me arriesgo en mi opinión de aficionado), parecieran más preocupados de la estructura de la obra que de la expresión de un estado de ánimo. Eso no está mal, pero obliga al oyente a una apreciación estética y a separar lo emocional. Eso implica un trabajo, es una actitud sofisticada, que el hombre común evita y prefiere derivar a la música popular. Esa música popular, a su vez, ha cambiado debido a que ya no existe el nexo que antes había entre la música docta y la popular. Pienso, por ejemplo, en el Lied, en La Trucha, de Schubert, que hasta hoy las señoras mayores entonan con alegría. ¿Será esa combinación entre lo docto y lo popular la que dio éxito al álbum «El mal querer», de Rosalía? Quizás. ¿Qué consecuencias trae esta separación entre lo docto y lo popular (incluyendo el folclore latinoamericano)? ¿Puede el arte abstraerse de lo popular? No es fácil decirlo, pero se puede intuir que las consecuencias pueden ser significativas.

El hombre común del siglo XX, por otra parte, tuvo a disposición una mayor participación en el devenir de la sociedad, mayores recursos, más poder de decisión (ya no reservado a la «alta sociedad») con la consecuencia de preferir lo práctico, lo utilitario; prefiere bailar salsa o la música de Bad Bunny, antes que escuchar un concierto en actitud reflexiva. Los líderes políticos, por su parte, han alimentado una animadversión a lo que llaman «alta cultura» y han puesto en marcha políticas de difusión de la cultura (cuya definición, a su vez, han cambiado) que muchas veces buscan cumplir con cifras antes que con una mayor calidad de lo que se difunde. Como consecuencia, la autoridad artística o cultural ha cedido lugar ante ese nuevo poder del hombre común.

Algunos músicos han reaccionado refugiándose en un grupo selecto, los pocos que están dispuestos a hacer un esfuerzo, a darse el trabajo que requiere una actitud estética, convirtiéndose así la música docta en un arte para minorías. En el lado opuesto, en el caso de América Latina, la mayoría de los músicos se ha puesto a disposición de los Estados, que le aseguran una subsistencia (¿Qué opción queda?, podríamos preguntarnos), sin considerar que todo artista requiere primero que nada contar con libertad, sin estar al servicio de nada ni de nadie, con la consecuente baja en la calidad de la producción musical, como lo muestra ampliamente la historia de Rusia o las consecuencias del Manifiesto de Praga de 1948, por ejemplo. El Estado, por lo demás, encuentra barrera prácticas que les dificultan poner en marcha políticas eficientes, o sea, la generación de un mejor arte (El volumen de información que debe manejar, la subjetividad o carácter tácito de esa información, las limitaciones para transmitir esa información a un órgano director, la permanente creación que cambia el escenario de administración constantemente).

Podemos llegar entonces, inesperadamente, a la conclusión de que el problema no está en la música docta, ni en la música contemporánea, ni en el oyente, sino en las relaciones entre los artistas y la sociedad, asunto que requiere una mayor reflexión.

Rodolfo Silva.
CCNH Paine.
Julio, 2020