«El patriotismo de nuestra hora», Ensayo de Gabriela Mistral

Gabriela Mistral sigue inexplorada. Reproducimos a continuación una faceta poco conocida de su profundo pensamiento. Se trata de un ensayo escrito en 1919 y recopilado en 1977 en «La desterrada de su patria», edición a cargo de Roque Esteban Scarpa.

«El patriotismo de nuestra hora»
Nuestra historia nacional no necesita ser cantada en un poema para embellecerse. Es hermosa como un canto, de su primera a su última página. Si la leemos a un extranjero, no necesitamos evitar un episodio torpe; no se nos quebrará la voz por la vergüenza en ningún período. Hasta nuestros hombres más discutidos son grandes. Las horas de mayor confusión son breves, y casi siempre, son transiciones de un estado a otro mejor. Es hermosa nuestra historia, y para dar en una narración a nuestros hijos la llamarada del heroísmo, no necesitamos recurrir ni a Grecia, ni Roma, si Prat fue toda Esparta.

Y es sobria y simple, como un mármol clásico; la guerra de la independencia, dura y victoriosa; el período de organización, más breve que en cualquier otro país de América; la Guerra del Pacífico, en la que no lanzamos, recogimos la invitación a un desafío desigual y formidable. Y hemos de insistir en la justicia de nuestras guerras, para aventar la acusación gravemente odiosa de nación militarista que nos han formado. Sabemos demasiado bien que la espada debe ser el arma extrema que esgrima el derecho para salvarse; sabemos, y ojalá no lo olvidemos nunca, que el horror de una contienda armada sólo se excusa y se enaltece cuando parte como un imperativo de fuego, de los labios mismos de la justicia.
Esto es lo que dice, si está honradamente escrita, la historia de nosotros. Pero es preciso corregir el vicio de algunos pueblos sobre el concepto del pasado y sus relaciones con el presente.

La historia es algo más que un motivo para disertaciones sabias y para arengas líricas. No es una cosa de museo, no es una muerta, es una inmersa viva, erguida ante nosotros, sugiriéndonos y exaltándonos; es una fuente plena y palpitante, que, como las que manen en las quiebras de las montañas, necesita prolongarse por un río, que es el presente. Limitarla en su belleza y en su resplandor, fuera agotarla. Nosotros somos sus continuadores; hemos de forjarla sin un desmedro de su hermosura pretérita, en cada hora actual, en cada ley justa que entregamos, en cada actividad nueva que aparece sobre el país. Con ser tan grande la obra de la Independencia, que conmemoramos, es sólo un lienzo extendido, sobre la cual los próceres trazaron, con los colores rotundos, del carácter antiguo, un fondo inmenso en el cual las generaciones que venían, irían trazando las figuras, las divinas teorías, de las ciencias, las artes y las industrias, como en un fresco milagroso de Puvis de Chavannes. La emancipación política del país constituyó solamente un punto de partida. No podían darnos más los que la hicieron. Para su época era mucho. Bolívar, el organizador, no hubiera ido más lejos. Todo lo que se nos legó tuvo que ser incipiente; ciencias e industrias todo lo vamos reforzando y definiendo; la educación como las leyes y las poblaciones. Y a tales campos, hemos de llevar, como el artista moderno a su obra, este credo altivo. «No somos los copiadores de nuestros augustos modelos. Corregimos, sin insolencia, los errores de su legislación; mantendremos con ternura, las líneas generales, que son sabias. No tendremos el miedo del progreso, el pavor de lo nuevo, porque su empresa, fue la negación de ese miedo; pero rectificaremos sin precipitación y sin énfasis esta sagrada obra suya, confiada a nuestras manos amorosas y conscientes».

La libertad no es como esos mármoles que, al ser exhumados después de siglos, mostraron a los excavadores trémulos, en cada línea, sobre cada gesto una perfección infinita, que hechizaba, por profana y bárbara cualquier toque de una mano de vivo. Lejos de eso, la libertad es una estatua vaciada en arcilla transitoria y dócil, en lugar del mármol eterno, y se erige sobre cada siglo, mostrando los yerros del pasado y pidiendo, exigiendo a los hombres otra línea más armoniosa, otra faz más humana y profunda. Es la diosa eternamente joven, pero eternamente diversa, en la que se mantiene la índole divina y se mudan la expresión y el movimiento. Y la tarea más de los hombres de una época es poner sobre ese semblante sagrado, con religiosa gravedad y moldearla mirando a las multitudes que dictaran su tipo, más que quede siempre sobre toda ella aquel resplandor que es su signo de hija de Dios.

Hay en el fondo, de todos los pueblos, dos maneras en la búsqueda del bienestar social, que chocan violentamente, en apariencia, y en verdad concurren a la armonía, aspiran a ella, están destinadas a realizarla: son el amor de la tradición, y el del progreso. Ellas asoman en cada período histórico y se personifican en figuras opuestas, pero igualmente grandes. De estos dos conceptos del bienestar social, sólo nos conoce uno el extranjero; el mesurado, el regulador, y suele llamarnos rezagados, solamente porque no somos impetuosos. «Chile, se ha dicho por varios hombres de estudio, es el país que realiza más serenamente —o más tardíamente— las reformas políticas entre las tres naciones más importantes de América; Chile es el menos democrático y el menos moderno de aquellos países». Los observadores lejanos se han engañado un poco. La herencia de Carrera, el apasionado, y la de Balmaceda, el demócrata, no se han perdido. Están latentes, luchan, hasta hoy sin sangre, con la opuesta, y en las nuevas leyes ambas ponen su que rotundo y febril la una, sabio y sereno la otra y de esta colaboración de adversarios, como de la síntesis de los elementos antagónicos en la química del universo, nos están naciendo reformas armónicas, hace diez años insospechadas, y que traen la hermosura de la justicia, una justicia social que alivia y reconforta. No somos, pues, los rezagados de esta hora magnífica. Aunque nuestra montaña nos separe del mundo, miramos por sobre ella, el momento universal y recogemos la lección inmensa. Por algo tenemos el mar, elemento de amor entre los pueblos, por algo tenemos una centuria de civilización, parece curarnos del error más fatal para un pueblo moderno. El odio a la evolución.

A la nueva época corresponde una nueva forma del patriotismo. Es necesario saber que no es sólo en el período guerrero cuando se hace patriotismo militante y cálido. En la paz más absoluta, la suerte de la patria se sigue jugando, sus destinos se están haciendo. La guardia no se efectúa en las fronteras y es que se hace a lo largo del territorio y por los hombres, las mujeres y hasta los niños. Saber esto, sentir profundamente esta verdad, es llevar en la faz, y en el pensamiento, la gravedad casi sagrada del héroe. Comprender que la hora que vivimos no es menos profunda que la que vivieron los hombres de la Independencia, es aplicar a nuestras palabras y a nuestras acciones la reflexión del que está decidiendo en una empresa solemne. Tal pensamiento engrandece de un modo inaudito nuestra vida cuotidiana y debe quitar banalidad a todos nuestros actos, y mantenernos a Dios como erigidos en nuestros corazones, para que hablemos y obremos sólo la justicia.

Es una hora para los hombres justos, y para los pensadores. Nunca ha sido tan necesario como hoy, meditar y actuar sucesivamente, y con todas las fuerzas del alma. Y nunca tampoco ha sido más imperiosa la necesidad de una colaboración colectiva. Muchas veces han sido llamados a decidir sólo los hombres intelectuales en las reformas. El Chile de ochenta años ha sido dirigido por ellos. Ahora todas la voces son demandadas y tienen igual acceso la cátedra y la fábrica en la discusión del bien común.

¿Cuáles son las virtudes que exige a sus fieles el nuevo patriotismo de que hemos hablado? Primero, el trabajo, la actividad como deber de todos, pero desarrollada con alegría, para lo cual ha de perder lo brutal que tiene en ciertas faenas. La segunda virtud de este patriotismo ha de ser la elevación de la cultura. Hasta ahora no ha sido ella una obligación común; poseerla parece dichosa excepción, y ha de constituir un simple deber hacia la época. Forma parte de la dignidad humana; ésta es la verdad. Y no ha de dejarnos satisfechos aquella semicultura que suele ser cosa tan triste como el analfabetismo, porque no teniendo la capacidad verdadera, tiene la pretensión y suele recibir hasta los honores de la cultura real. Necesitamos una cultura general e intensa que, en los mejor dotados por la naturaleza, será la fuente natural de descubrimientos científicos y de obras de arte y en los peor dotados, dará la comprensión honrada de la labor de aquéllos. Es necesario saber, y decirlo sinceramente, crudamente, que en la crítica que de Chile se hace en el extranjero el mediocrísimo nivel de instrucción en nuestra clase media y el nivel bajo que tiene la clase humilde, son una formidable acusación y un motivo bien explotado de inferioridad nacional que nuestros enemigos presentan ante las grandes naciones para degradarnos. Esta vez no podemos defendernos; nuestros servicios están muy lejos de tener el brillo de nuestro Ejército y nuestra Marina. Y hay que pensar en que negarle cultura a un país, es como negarle el alma a un hombre. La tercera virtud del patriotismo de la paz ha de ser la simpatía por el mundo, precisamente lo opuesto de lo que suelen predicarnos los hombres del odio. Somos un pequeño pueblo, todavía en formación, que necesita de todos; de unos, la influencia intelectual y de otros los capitales, para sus industrias. Suelen las naciones por mantener la pureza de la raza, hacer la decadencia de ella misma. La naturaleza en este, como en todo, única maestra, nos demuestra que mezclarse no es perderse, que es sólo transformarse en un sentido de belleza y de valores. Por otra parte, tenemos demasiado próximo el horror de la guerra europea para que, mirando en el Viejo Mundo la obra del odio, no nos hagamos los hombres del amor en América, si debemos ser mejores. Nada de prolongar en nuestra carne pura la gangrena de una lucha de razas que ha sido en Europa un doble y terrible pecado contra el alma y contra la vida, contra el alma, puesto que anuló los valores morales; contra la vida, puesto que arruinó el Estado económico.

Demasiados conocidos ya los episodios de la Independencia, para que su elogio sea necesario en esta disertación, aludiremos al terminar, el desarrollo más importante del período de paz, que es sin duda, la formación y el desarrollo de las nuevas ciudades.

A las tierras que la espada conquistó, o cubrió defendiéndolas, fueron los hombres del esfuerzo a alzar ciudades. Alabemos a todos aquellos que han elevado un Chile de 1810, sin industrias, sin comercio, con menos de un millón de habitantes, al Chile de hoy, con cuatro millones y con puertos bullentes de navíos. Son los colonizadores. No les preguntemos de dónde vinieron; trajeron su fiebre de actividad, respetaron nuestras leyes, y nos basta. Lucharon en Antofagasta con el desierto, conocieron la sed y los peligros como el beduino árabe, en la pampa atroz, llagada de sol implacable; arrancaron al suelo sus tesoros y fueron creando los puertos, hacia los que trajeron, con los frutos perfumados de la zona tórrida, las gentes nuevas y laboriosas. Lucharon en Valdivia con la selva hostil y formidable como una divinidad bárbara y la vencieron y levantaron la ciudad sobre los muñones sangrientos del bosque, y llamaron a los hombres a seguir su obra, ya más dulce y más humana. A aquí en Magallanes, los colonizadores lucharon con la selva y la nieve polar, el monstruo negro y la blancura resplandeciente, pero mortal, hasta hacer de la tierra de los lobos marinos y del silencio, la tierra para los hombres, la capaz de sustentar gentes, y de darles, con el trabajo, la dignidad y la hermosura de la vida.
Y alabemos a los que acudieron después a los campos desmontados, a hacer palpitar las máquinas febriles y a crear las industrias y el comercio. Por ellos fue una ciudad cubriendo el llano y haciendo retroceder la guirnalda tenaz de la selva. Ladrillo a ladrillo, muro a muro, la ciudad fue naciendo. Son los brazos deformados por el esfuerzo brutal, más divinos que los que se alzan en los bronces; son las manos oscuras que tronchando los robles y descuajando el carbón, al entregar el fuego entregan la vida; son los hombres silenciosos y anónimos que la fábrica o el campo devuelven al atardecer, y pasan, sin soberbia, como si ignoraran su propio poema, por las calles, los que nos hicieron y nos siguen haciendo día a día este organismo poderoso que es la ciudad moderna. Toda la región dice su lucha contra la naturaleza, y si un poeta no la alabara, como en el milagro bíblico, las piedras y los árboles la cantarían … La llanura patagónica es menos grande que su corazón y que su faena.


Alabemos, por último, a los hombres del espíritu, que abrieron la escuela para dar la ciencia que es como la esposa de los hombres libres. Uno de estos sembradores, el más fatigado de labor cayó hace meses no más sin haber puesto entre su cátedra y su sepultura ni un paréntesis de reposo feliz. Fue ese don Nicetas Krziwan, y hemos de decir su nombre en esta fecha en que él reunía a sus discípulos para vivir con ellos, en una alocución, las glorias de una patria hecha suya por el amor.

Todos estos que he enumerado, exploradores, obreros, maestros, han hecho un pueblo, y no hay nada más grande que realizar en el mundo. Por sobre las diferencias de faenas, los unifica hasta confundirlos al fin y el resultado de belleza. Ni todos hablan nuestra lengua ni en todos está nuestra sangre. ¡No importa! A una patria le basta tener leyes justas, para hacerse amar; le basta para incorporarlos a ella ofrecerles una tierra vasta, y esta patria, como cualquiera otra, para ser noble ha de tener, como Cristo, abiertos sus brazos hacia todos los hombres de la tierra.
Magallanes, 1919.

La desterrada de su patría. Edición de Roque Esteban Scarpa (Santiago: Nascimiento, 1977). Colaboración de Cathy Maree, 500 años del ensayo en Hispanoamérica. Pretoria: University of South Africa, 1993.
© José Luis Gómez-Martínez
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