La Contemplación en el Arte

Rescatar la contemplación del arte, en cuanto actividad y experiencia, es la máxima expresión de la cultura.

El sostenido aumento de la producción artística y su ofrecimiento al público general de galerías, colegios, centros culturales, obliga a detenerse un momento a reflexionar acerca de algunas ideas centrales que han ocupado la atención de sofisticados pensadores a lo largo de los siglos. Dicha reflexión debe ir más allá del sentido común, aun cuando esta resulte compleja, difícil de entender en una primera lectura. La idea de “Contemplación en el arte” es tratada por Jonathan Amador, Master en Filosofía Teórica y Práctica, de la Universidad Autónoma de Zacatecas, de cuyo texto “La contemplación como esencia del arte en las estéticas de Schopenhauer y Plotino” hemos extraído algunas ideas que esperamos resulten provechosas.

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En los últimos ciento cincuenta años de la historia de occidente el mundo se encuentra envuelto en una situación de caos donde parece ser que la salvación ya no es posible. Aquí es donde la contemplación estética se vuelve una actividad, podríamos decir, sagrada, pero en la cual el hombre debe mantener las riendas como tal, puesto que la recreación se vuelve cada vez más necesaria debido a estas condiciones, y no puede ni debe caer en manos del mercado ni de la relatividad estético–moral.

Para Schopenhauer la obra de arte —obra del genio— consiste en la reproducción de las ideas que el artista encuentra tras el fenómeno. La Idea es lo esencial y permanente en todo y cada uno de los fenómenos. Su origen está en el momento en que el artista, desprovisto de su individualidad (del principio de razón) aprehende el conocimiento que proporciona la Idea para posteriormente trasladarla a una escultura, una pintura, poesía o reproducirla en una composición musical. En el momento en que dicha acción se lleva a efecto, el artista se convierte en un sujeto puro del conocimiento, misma condición del espectador que se encuentra absorto en la contemplación de la obra. El arte es pues la manera en que las Ideas pueden comunicarse, lo que de otra manera es imposible, puesto que el conocimiento sometido al principio de razón no es intuitivo, sino abstracto y como tal solo puede comunicar conceptos. Por ello es que la experiencia estética no puede comunicarse como totalidad desde el lenguaje; la única vía, de acuerdo con Schopenhauer, sería la forma intuitiva. De esta forma el arte y el estadio estético que genera en el espectador logra con– moverlo de una forma inefable, pero provocando en el sujeto puro del conocimiento de forma instantánea una emoción que inclusive puede conmover hasta las lágrimas.

Así pues, el artista es aquel sujeto que es capaz de encontrar la Idea tras el fenómeno y plasmarla en la obra de arte. El artista no pinta un árbol, pinta El Árbol, y por eso poco importa si es un árbol de esta época o el de cualquier otra, como tampoco importa si quien contempla la escena es contemporáneo a la obra de arte que admira, puesto que el principio de razón, el espacio–tiempo, ha sido roto, desapareciendo la distinción sujeto–objeto y con ella todo interés y volición.

El conocimiento intuitivo, a diferencia del abstracto–conceptual, se distingue por no estar sujeto a leyes causales ni a intereses particulares, y es el que permite el conocimiento de las cosas en sí y de las ideas por ser de una naturaleza distinta. Si bien el único conocimiento comunicable a través del lenguaje es el conceptual, no cabe duda que quien ha contemplado una obra, y esta ha logrado conmoverlo, puede sentir y experimentar un conocimiento que únicamente puede ser comprendido por medio del arte, que en compensación a lo anterior es el mismo para cada sujeto, independientemente de todo lo demás. Es por ello que cuando un sujeto se encuentra inmerso en la contemplación estética y desaparece la relación sujeto– objeto da igual que la puesta de sol se vea desde un calabozo o desde un palacio.”

Cuando elevados por la fuerza del espíritu, abandonamos la manera ordinaria de considerar las cosas y no nos limitamos a seguir bajo el dictamen de las formas del principio de razón las relaciones de unas cosas con otras cuya última meta es siempre la relación con nuestra propia voluntad, es decir, cuando no consideramos ya el dónde, el cuándo, el por qué, y el para qué de las cosas, sino únicamente el qué; y cuando tampoco permitimos al pensamiento abstracto, a los conceptos de la razón, ocupar nuestra conciencia, sino que, en vez de eso, concentramos todo el poder de nuestro espíritu en la intuición, sumergiéndonos totalmente en ella, y permitimos que la conciencia se llene con la apacible contemplación de los objetos naturales presentes en cada momento, ya sea un paisaje, un árbol, una roca, un edificio, o cualquier cosa, perdiéndonos en estos objetos, olvidándonos de nosotros mismos como individuos, de nuestra voluntad, y existiendo sólo como sujeto puro, como claro espejo del objeto, de tal modo que parecería como si el objeto existiera solo, sin que alguien lo percibiera y, por tanto, no se pudiera separar ya al que intuye de la intuición, porque ambos se hubieran convertido en uno, pues la conciencia en su totalidad está completamente llena y ocupada por una imagen particular e intuitiva; cuando, de este modo, el objeto se ha desprendido de toda relación con cuanto existe fuera de él y el sujeto se ha emancipado de toda relación con la voluntad, lo conocido ya no es entonces la cosa particular en cuanto tal, sino la idea, la forma eterna, la objetividad inmediata de la voluntad en este grado; y por eso, quien se entrega a esta intuición deja de ser individuo, pues el individuo se ha perdido en tal intuición y se convierte en un sujeto puro del conocimiento, que carece de voliciones, de dolor y de temporalidad.

El individuo como tal sólo conoce cosas particulares; el sujeto puro del conocer únicamente ideas. […] El individuo que conoce, como tal, y la cosa particular por él conocida están siempre en un lugar y en un tiempo determinados y son eslabones de la cadena de causas y efectos. El sujeto puro del conocimiento y su correlato, la idea, han abandonado todas esas formas del principio de razón: para ellos el tiempo, el lugar, el individuo que conoce y el individuo conocido carecen de significado.

Arthur Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación (1819).