Arte y moral

Por Jorge Peña (*)

A propósito de la censura a una obra de teatro, hubo columnas que abordaron el tema de las relaciones entre ética y estética. El tema es complejo y con frecuencia se aborda de modo simplista. Se incurre en dos extremos erróneos: ya sea moralismos excluyentes o esteticismos amorales. Se requiere idoneidad en ambos campos, sensibilidad poética y moral, para hacer justicia tanto a la dignidad humana como a la libertad del arte y la poesía. Quizás puede ser útil distinguir -sin afán peyorativo- entre arte con minúscula, que alude a la perfección técnica y formal, a la forma lograda, condición de toda obra de arte, y al Arte con mayúscula, que dando por supuesta la perfección del «poema» y unido indiscerniblemente a la forma, también tiene en cuenta el logos, la imagen del hombre y del mundo que se irradia desde la obra. La perspectiva puramente estética es parcial, abstracta y separada, como lo son también una exclusiva perspectiva física, biológica, psíquica o económica. Ninguna de ellas se da sola y aislada, en una pureza del todo autónoma.

En la obra de arte late un misterio de conjunción y mutua imbricación de lo sensible y de lo inteligible, de la materia y el espíritu, de cuerpo y alma, de forma y contenido. Cuando con nuestros análisis intentamos separar lo que en la realidad se encuentra indisolublemente unido, atentamos contra su complejidad y misterio. La virtud del arte en manos del artista, cualquiera sea el fin que posteriormente quiera dársele, apunta solamente a la perfección de la obra y no admite ninguna regulación que no venga de ella misma. En esto llevan razón los defensores del arte por el arte frente a las diversas finalidades apologéticas, morales o cívicas que se quisiera que la obra favoreciera o promoviera. La obra no debe ser regulada por nada ajeno a la legalidad inherente a la realización de la obra misma. Sus exigencias son ferozmente celosas de cualquier otra motivación que no esté sometida ni subordinada.

En las sociedades modernas han sido decisivos los procesos de autonomización de las diversas ciencias y artes; la dignidad del arte lo requería, pues era pasada a llevar por criterios extrínsecos y, asimismo, la principal damnificada de estos desbordes etocráticos era la misma ética. Sin embargo el poco respeto a la legítima autonomía del arte puede ser considerado como un error del pasado afortunadamente ya superado. Hoy el peligro es justamente el contrario: consiste en que el arte se cierre herméticamente en su propia esfera, se torne autorreferente y absoluto, sordo a cualquier instancia de verdad y responsabilidad política o cultural. La dimensión moral no es adjetiva ni extrínseca al acto creador mismo, sino que todo acto artístico viene marcado desde dentro por una finalidad y un propósito ético. Ningún escritor serio ha dudado nunca, incluso en momentos de esteticismo estratégico, de que su obra versaba sobre el bien y el mal, sobre el incremento o la disminución de la suma de humanidad en el hombre y la sociedad. Lograr una forma con expresión significante, es probar en profundidad esas potencialidades de comprensión y de conducta que son la sustancia vital de lo ético. Así lo reconoce Steiner: «Se envía un mensaje, éste tiene un propósito. El estilo, las figuraciones explícitas de ese mensaje pueden ser perversas, pueden tener por objeto la subyugación, incluso la ruina del receptor. Quizá reivindiquen para sí, como en Sade, en o en la danza de la muerte de Artaud, la sombría licencia de lo suicida; pero su pertenencia a las preguntas y las consecuencias de orden ético es manifiesto».

Santiago, febrero de 2008

Jorge Peña
Licenciado en Filosofía, Universidad de Navarra, España
Doctor en Filosofía, Universidad de Navarra, España.
Director del Instituto de Filosofía, Universidad de Los Andes. Profesor de Antropología Filosófica en la misma casa de estudios.
Autor de numerosas publicaciones: Imaginación, símbolo y realidad; Poética del tiempo: ética y estética de la narración, entre otras.