EL RODEO, de Luis Durand

¿Qué ha permitido que “El Rodeo”, de Luis Durand, sea leído más de noventa años después de su publicación, especialmente, si se tiene en cuenta que se trata de un cuento cuyo vigor literario, su categoría como cuento, han sido ampliamente superados en el tiempo? Revisemos algunas ideas.

Los escritores crecen en una tierra, florecen en ambientes culturales ricos, donde antes hubo otros escritores. No es ese el caso de Durand. 

Desde la Conquista hasta la Colonia, llegaron a Chile sólo soldados y clérigos. Nuestra tierra, lejana y bélica, no permitía más. Poco espacio había para lo que algunos llaman «voluntad imaginativa». En un medio literario pobre como el chileno de aquella época no pudo existir más que la crónica, la de aquellos que querían contar, en lugar de inventar. Por múltiples razones, no hubo espacio para el cuento. La libertad de imprenta, por ejemplo, otorgada en América recién en 1810, facilitó la publicación de la primera novela americana recién en 1816 (México).

En el Chile independiente quienes escribieron fueron en su mayoría periodistas-escritores, más periodistas que escritores. A mediados del siglo XIX, nombres como José Victorino Lastarria, José Joaquín Vallejos (Jotabeche), dan inicio al costumbrismo latinoamericano, inspirado en el costumbrismo español, sin que deje se ser esa una labor periodística, que no incorpora la ruptura de los límites de la descripción, aquella que no recurre a la inventiva. Pasan los años y las narraciones siguen siendo cuadros de costumbres bien pintados, que incluyen el lenguaje coloquial y, con notas de humor y picardía, giran en torno a prácticamente las mismas ideas: la superioridad moral de la vida rural frente a la capitalina, las bondades de los patrones de fundo o la minería. No hay esfuerzos por crear perfiles psicológicos, caracteres especiales, alcanzando a ser solo testimonios naturalistas.

Se considera a Baldomero Lillo (1867-1923) como el primero en dar impulso al cuento chileno. Con cuentos realistas, amplía la observación de la realidad y construye tramas originales y elaboradas, y es el primero en dedicarse exclusivamente a la escritura inventiva. “Sub terra” (1904), “Sub sole” (1907) son un nuevo punto de partida. Sin embargo, su escritura no es bien recibida y se dice que “caricaturiza la realidad para patentizar las injusticias de los poderosos.” Nada cambió, entonces. Mientras tanto, fuera de Chile, en el resto de Hispanoamérica y en Europa, surgen grupos literarios: Modernismo, Ultraísmo, Futurismo, Dadaismo, Surrealismo. Los grandes escritores invaden los espacios.

Hacía 1920 surgen en nuestro país algunos nombres notorios, Neruda, Mistral, Huidobro. En el cuento, sin embargo, solo revive el criollismo de décadas anteriores, que no ve más que el paisaje natural y la geografía. Quien lidera esa tendencia es Mariano Latorre, maestro de Luis Durand.

Volvamos ahora a la pregunta inicial, la de los más de noventa años.

Lo que hoy pervive, sin lugar a dudas, es la fuerza con que “El rodeo” hace evidente un sentido de pertenencia y una identidad nacional en el Chile de hoy. Quienes vivimos en el campo chileno podemos reconocer en la vida diaria el paisaje, el carácter y las costumbres descritas magníficamente por este traiguenino, quien, desde tierras alejadas, en medio de pueblo araucano, extiende un lazo que llega a la zona central y más allá, con el caballo, con los aperos de este, con el arpa y la tonada, con el enamoramiento y la altiva fatalidad del huaso.

(Publicado en la revista Todo Paine de Marzo de 2023)


(Hemos conservado aquí la forma del texto tal como fue publicado en 1929. La ilustración es original de la Federación del Rodeo Chileno)

EL RODEO

Luis Durand

Amanecer. Sol radioso de Diciembre. Brisa olorosa a pastizal maduro. Frescor de rocío junto a las alamedas, a cuyos pies se desliza con suave rodar el agua de las acequias, oculta bajo las tupidas matas.

Pedro Juan tiene el Bayo amarrado del jaquimón en la esquina del rancho. Bajo la pequeña ramada, el Tafetán, el otro corralero que hace la pareja, devora triturando con sus poderosos dientes el pasto jugoso de que está llena la canoa. Verdes están los potreros. Las elevadas siluetas de los álamos se yerguen con suave ondulación en las ramas altas. El sol pone su luz dorada entre cada sombra que se alarga temblorosa sobre el suelo. El mozo está tusando su animal. Lo hace con cuidado, poniendo todo su amor propio en ello. El que tiene fama de ser el mejor peón para la media luna, debe cuidar que su caballo vaya tan bien presentado como sus arreos de montar.

-Hay que ponéle mucho empeño- se dice para sus adentros. – Esta tarde veremos quién es más pión. A ver si el mentao Baudilio es tan afamao como dicen.

Abstraído en su pensamiento y preocupado de su trabajo, ha olvidado al otro caballo, que de pronto da un fuerte estornudo, coceando satisfecho.

-¡Por la setenta! ¡Que soy bien caballo yo tamién! Por tar pensando vanidaes me le había olvidao este chuzo. ¡Vení pa acá, tragón! ¡Te llenaste como un costal! Así no vay a poder ni trotar en la media luna.

Ha puesto el bozal al caballo, hermoso animal de pequeña y erguida cabeza con enormes ojos inteligentes. De regular alzada, es vivo de movimientos. A un ademán del hombre que lo amenaza con la punta del ramal, se revuelve estremecido de energías con las fauces resoplantes. Amarrado junto al tranquero, vuelve a ratos la cabeza hacia la canoa llena de pasto que lo llama con su aroma deleitoso.

EI frescor de la mañana ha ido disminuyendo. Todo el campo está ardido bajo los rayos abrasadores del sol. Algunas gallinas espatarradas bajo los perales, picotean la tierra, revolcándose voluptuosas bajo el follaje. Cerca del rancho unos patos negros, con ojos ribeteados de sangre, disfrutan felices del barro de una acequia. Mueven la cola con todo el cuerpo sacudido para levantar después la cabeza y hacer un huiii… huiii, embriagados de placer. Después un cá cá cá… amplio y alegre es la máxima expresión de su felicidad.

Terminados ya todos sus preparativos, va ahora el mozo ataviado con sus mejores prendas de vestir, a través de las largas alamedas, al tranco de su airoso caballo bayo. Lleva del jaquimón al Tafetán, que, buen cabestreador, marcha a su lado con trancos ligeros, cabeceando vivaracho al lado del jinete, cuyas espuelas tienen un claro tintineo. Hay en el mozo un vigor nuevo, una robusta ansia de lucirse ese día en aquel torneo, que es una hermosa manera de evidenciar las energías de la raza. Pero por sobre todo, el deseo recóndito de lucirse ante los ojos de la Rosa. Poder demostrarle que él es el hombre a quien debe entregarla la pulpa encarnada de su boca, jugosa como un durazno maduro. Embriagado de sol y de aire, que le entra en los pulmones con delicioso rebullir, apura el tranco de su caballo para alcanzar a pasar donde aquélla, que hace las horas hermosas de su vida.

-¡Güenos días, Rosita!

Ella lo ha visto, pero, coqueta como toda mujer, ha seguido lavando el mote rubio en el cedazo por donde se filtra el agua cristalina del estero, a cuya margen está en cuclillas. Sus brazos robustos y hermosos están arremangados hasta más arriba del codo. Morena, con los senos henchidos bajo el corpiño, los ojos obscuros y profundos, levanta la cabeza para mostrar el rostro reidor.

-¡Güen día! ¡Por Dios que venís chatre! Ya se las tay ganando al patrón …

-¡No será tanto!-dice él.-El pobre como pobre…- agrega, luego, sin poder reprimir el deseo de echar una mirada a sus atavíos nuevecitos.

El agua del estero se desliza con clara y dulce canción. Entre los sauces próximos hay un zorzal que deshila en el espacio la hebra melodiosa de su trino. Arriba, en la colina, emergiendo del rancho, azulea la espiral del humo, que se eleva retorciéndose para diluirse en la luz. Se ha desmontado el mozo. Sentado sabre un tronco seco, cuyo extremo refresca inútilmente el agua del estero, observa a la muchacha que ha seguido lavando el mote.

-¿Vos yay a ir pa la media luna, Rosita?

-Hay que ir pa ver cómo se portan los guainas. Pa ver quiénes son los más hombres.

Luego, coqueta e intencionada, pone inquietud en el alma del muchacho, sabiéndolo enamorado con todo el ímpetu de sus años mozos.

-¡Icen que on Baudilio tamién va ir!

-Ojalá. Ey veremos quién sabe gobernar mejor su bestia. ¡Ni así de respeto le tengo!

Y con gesto desafiador muestra la punta de la uña.

Sonríe ella. Es una pícara morena que goza de ver al hombre prendado de toda su gracia de hembra joven. En son de broma añade en seguida:

-On Baudilio es muy afamao. Por muy hombre lo propalan los hablantes.

-Esta tarde lo veremos- responde él, reconcentrado y súbitamente taciturno.

Rosa también se ha puesto seria. Se ha tornado afectuosa cuando lo ve triste. A tiempo de montar, él le dice:

-Parece que vos tuvieras ganas de que yo quede desafamao.

Dulce acento de cariño hay en la palabra con que ella lo desarma:

-¡Tonto!

Y luego:

-¿Querís mote?

En el cuenco de su mano pequeñita y regordeta se lo ofrece. Feliz el mozo, lo recibe alegremente. Hay luminosidad desconocida en los ojos de ambos. En los de él un ruego. Bailadores los de ella, traslucen una promesa.

-No vay a dejar fea a la hacienda, Peiro Juan; mira que entonces no te guelvo nunca más a mirar.

-No hay cuidao-replica él, arrogante.

Y más audaz, agrega:

-¿Qué me vay a dar si salgo bien?

-Una cosita

-A ver qué

-¿Qué querís vos?

-Un beso.

-¿Uno? Si te portay bien, ¡así tantos te doy!

Y al abrir los brazos para expresar que serán muchos, parece que el ánfora de sus caderas se hace más amplia y todo su cuerpo adquiere una armoniosa vibración.

* * *

Resuenan los caminos con el galopar de las cabalgatas de jinetes ataviados con sus mejores prendas de vestir. Tintinean las espuelas y vuelan las puntas de los grandes pañuelos de seda. Nerviosos los corceles se alborotan sudorosos, con el hocico entreabierto y los ijares palpitantes. Chamantos multicolores y sombreros de borlas frondosas se lucen ese día. Las chaquetillas cortas refulgen de botones de concha, y cada jinete tiene un lazo encendido que aprisiona su cintura.

En los ranchos se ven las carretas listas para salir en dirección a la media luna. Percalas chillonas ostentan sus colores en las mujeres, en cuyas mejillas el sol y el viento, tiñó la carne de auténtica rojez. Los mozos arreglan sus caballos, vigilando cuidadosos que el lazo vaya caído con elegancia sobre el anca relumbrosa. Nubes de polvo dorado se han inmovilizado en las ramas altas de las alamedas.

Pedro Juan ha cruzado en su camino a don Baudilio, el famoso peón venido del Norte, que marcha acompañado de un grupo de sus admiradores. Moreno y esbelto, de facciones enérgicas y simpáticas. El guarapón echado al ojo le da un aire arrogante y desafiador. Se detiene un momento en el callejón para conversar sobre la fiesta, donde lucirán su destreza ante la «riquería».

Baudilio monta una yegua colorada, nerviosa y fina de cabos, graciosamente proporcionada. Con fría amabilidad los dos hombres se refieren a la faena que habrán de ejecutar ese día.

-Con tal de que el ganao no haiga sío corrío -dice Baudilio- too va andar bien. Porque esos novillos correteados, son muy molestosos con sus resabios.

-Es gueno el ganao- responde Pedro Juan; -tocante a eso no hay cuidado. Ta too en que las bestias afirmen las paletas no má.

-Y que los piones no aflojen- replica el otro con acento zumbón.

-En el trabajo se verá-contesta el aludido en el mismo tono, despidiéndose.

Junto a la media luna, hecha de ramas blandas, pero trenzadas en tal forma, que hacen un parapeto con cierta flexibilidad, capaz de soportar los recios estrellones de los jinetes, se ha levantado el tabladillo, donde estarán los patrones y sus convidados. Las cantoras también se instalarán allí. En la puerta del apiñadero se ven los capataces y sus ayudantes, con quienes sacarán los animales a la pista. Dentro, los novillos bravíos e impacientes, se estrechan dándose de cornadas, en un ondear de carne palpitante, sobre la cual flota un áspero olor a estiércol fresco y a cuerpo de animal. Es un jardín inquieto, de novedosos matices, aquella novillada que se revuelve huraña. Colorados, claveles y negros, cariblancos, todos miran con estupor, empinándose unos por encima de otros, con los belfos blanqueados de baba, y en los ojos sanguinolentos algo de estúpido sensualismo.

En brillante cabalgata llegan los dueños de la hacienda, luciendo chamantos hermosísimos. Los apuestos jinetes visten cortas chaquetillas negras, azules y blancas, adornadas profusamente de botones. Los pies calzados con finos zapatos de altos tacos, hacen vibrar las espuelas con un chasquido fugaz, semejante al del arpa, cuando una mujer arranca de ella los primeros acordes de la tonada, de esas tonadas que, como trasunto fiel del alma de la tierra, son un grito cálido y apasionado. En coches abiertos vienen las señoras y las niñas. Risas y voces alegres llenan el espacio, con rumor de cascabeles. En una carreta florecida de sayas caprichosas y extravagantes, han llegado las cantoras.

Buenas mozas y jóvenes algunas. Viejas y feas otras. Alegres todas, bajo la luz del sol. Tienen el pecho ancho y los ojos chispeados de júbilo. Los jinetes caballeros se confunden con los peones, y rodean la carreta con alborozadas exclamaciones de entusiasmo.

-Aquí mismo- gritan- la primera tonada, con un cogollo de esos que llegan a sacar fuego!

-Claro, eso es lo lindo- exclaman las chiquillas desde los coches- y una cueca con tamboreo y huifa!

La Cantalicia López tiene el arpa junto a ella. La Chayo Jiménez y La Rosa Insunza sus guitarras. Sonrientes se miran con un rodar de luces en los ojos; los labios húmedos y encendidos. Súbitamente, cual obedeciendo a una consigna, el arpa, honda y vibrante, como un grito acallado de pasión, hace melodioso el espacio. Las guitarras, de armonía romántica y quejumbrosa, la acompañan, y luego, a un simultáneo movimiento de cabeza, surgen las voces un tanto estridentes y ásperas, pero llenas de frescura e intención, con todo el saber del alma chilena, en que hay rebeldías, amores y dolientes desvíos:

¡Prenda querida del alma! ..

Que has sido mal pagadora,

¡cómo tanto te quería

te tenía en la memoria!

Clamorosos gritos de júbilo y entusiastas aplausos acogen la tonada. Arremolínanse los caballos junto a la carreta. Grandes potrillos de rubia chicha cocida, dulce y aromosa, se sirven a las cantoras.

-En un pie no podemos seguir- dicen todos- ¡Una cueca para el estribo!

No se hacen ellas de rogar. Gime el arpa, con acordes daros y hondos. Las guitarras, en tanto, hacen el acompañamiento, juguetonas, haciendo rebullir un deseo de bailar en el cuerpo de todos los presentes. Angel Larrondo, guapo jinete caballero, ha echado pie a tierra, para sacar a bailar a la María Faúndez, muchacha rubia y flexible como una espiga dorada. Bajos los ojos de ella. Cabrilleadora y dominante la mirada de él. Surgen las voces y ondean los pañuelos. Asediándola él, con sus rondas y sus pupilas de fuego. Tímida y rendida ella, bailan los dos armoniosamente la danza graciosa de la tierra.

¡Queridó…! ¡Queridó, vente a mis brazos! La vida y hasta cuándo… me querís tener penando!

Entre tanto, ya se oyen los gritos de los jinetes que han lanzado el primer novillo del apiñadero. Es un clavel con la cara salpicada de blanco, que sale avispado, impetuoso como un ventarrón. Al lado afuera lo esperan los peones, cuyas bestias, atentas, agiles, lo estrechan junto a la quincha, azuzándolo con sus gritos estentóreos. Cual un estampido formidable resuena la voz de ambos:

-Au…au…au…! ¡Toro lobo!

-¡Ah, hombriii! Vaca loba… !

Uno a la paleta requiriendo a su cabalgadura en el flanco exterior con la enorme rodaja tintineante, para no dejar alejarse al novillo de la quincha. El otro al anca del corrido, hostigándolo con su grito y los pechos de su caballo. Es una carrera loca y vertiginosa. El delantero va pendiente de atajar en el lugar preciso donde está la bandera. Es este el momento emocionante de la faena; el caballo ha sido requerido enérgicamente, y aunque pequeño y ágil, es una barrera formidable que detiene al novillo junto a la bandera. El animal casi se da vueltas en el aire con las manos en alto para volver grupas. No ve otro camino que el abierto entre los dos jinetes. El de la paleta ha pasado al anca y el otro va ahora estrechándolo. La atajada se ha hecho en forma espléndida. Estallan los aplausos y los gritos de admiración. Son tres animales y dos hombres lanzados en un vértigo de velocidad, con los músculos tensos y en el alma un fervor inaudito de energía. A la tercera vuelta, el novillo extenuado, con los ijares temblorosos, los ojos sanguinolentos, y el belfo rezumante de baba espesa, es recibido por los capataces para lanzarlo al potrero. En seguida los peones, que han iniciado el torneo, con el chamanto al hombro, se han acercado al tabladillo para recibir el gran vaso de chicha espumante.

Con entusiasmo sin igual, la faena ha seguido desarrollándose bajo el oro del sol, y junto a las alamedas que ya empiezan a proyectar su sombra sobre la media luna, refrescando un poco el bochorno fatigoso que invade a los hombres y a las bestias. Han alternado en la fiesta los dueños y convidados, con los sirvientes de la hacienda, todos convertidos en magníficos jinetes.

Pedro Juan ya se ha estrenado, pero con una suerte negra. Le ha tocado un huacho mañero, que se ha ido restregando junto a la quincha, sin salir de su trote empacado. Así, las atajadas fueron sin ningún interés y completamente deslucidas. En cambio a Baudilio le han largado, para suerte suya, un novillo ágil como un pensamiento. Medio a media de la bandera, que se ha desplegado ondeante, para saludar su triunfo, montando su yegua colorada, ha detenido al novillo en forma tan magistral, que arranca una verdadera ovación. Esbelto y bien montado, es un verdadero centauro de alas rojas, que corre como una ilusión junto a la quincha. Hasta su voz de clara tonalidad, tiene orgullosa arrogancia cuando la lanza fieramente.

-¡Juera, lobito, juera!…

La Rosa Insunza, a quien pretenden los dos hombres, lo ha saludado con una tonada cuando se acerca al tabladillo, para recibir el trago que le brinda el dueño de la hacienda. En la canción hay promesas que gritan las palabras y surgen de los ojos:

¡Es en vano, no puedo olvidarte,

por tu amor he perdido la calma,

ya no puedo vivir sin mirarte,

solo tu cariño entortura mi alma!

En el intervalo, los jinetes han salido al semi-círculo, para demostrar sus acrobáticas destrezas, «tirando en rienda», y ejecutando arriesgadas maniobras con sus caballos, para evidenciar su maestría.

En un extremo de la media luna, están todos nerviosos esperando su turno. Pedro Juan tiene un puñal de hielo clavado en medio del pecho. El deberá vencer al final. Los jinetes, rápidos como un proyectil, han disparado sus caballos con tal ímpetu, que parece que no van a detenerse jamás. Pero, en la misma raya trazada para el objeto, detienen sus corceles, revolviéndolos en un puñado de tierra. Una, dos y diez veces los hombres evolucionan su animal, sin más gobierno que las piernas y el movimiento de su cuerpo.

A Pedro Juan los nervios le tienen perdido. Con el ceño endurecido y en los ojos un fulgor extraño, se ha lanzado también a tirar su rienda, ejecutando varias pruebas en forma impecable. Ha hecho con su animal un numero «8» sobre la pista, que ha ido achicando hasta retorcerlo en el cuerpo mismo de éste. Pero, bruscamente, al disparar su bestia, para probarle la rienda, ésta falla de las cuatro patas, rodando por el suelo, perdiéndose con ésto toda la belleza del trabajo ejecutado anteriormente.

Baudilio, en tanto, junto a la Rosa, descansa allá en el tabladillo. Su actitud de vencedor se refleja en la sonrisa alegre y confiada con que pretende dominar a la moza, en quien, a pesar de corresponder a sus requiebros con coquetería, se advierte no obstante viva inquietud. La Cantalicia López, mientras tanto, acompañada por las demás mujeres, canta una festiva tonada muy celebrada por la concurrencia:

Y hácemela con chancaca

y la cama bien anchita,

y hácele tuto a la guagua …

y hácele li-li-lu-lá.

¡Papas con luche, hartito ají,

me querís negra, no me querís…

me echas al agua, no me echarís!…

La tarde ha ido refrescando y con ello la fiesta ha cobrado mayor entusiasmo. Una alegría desbordante hay en todos los pechos. La faena se hace con mayor empuje, con mayores bríos y seguridad. Los caballos, enardecidos, responden ágiles al requirimiento de sus amos, que ahora, con algunos vasos dentro del cuerpo, se tiran con despreciativo coraje sobre la quincha.

Baudilio ha estado de suerte ese día. Los mejores aplausos han sido suyos, y las muchachas tienen encendidas miradas de admiración para él. Pedro Juan, amargado, no ha cesado sin embargo, en su empeño de triunfar. Ha hecho hermosas atajadas, pero casi siempre algún tropiezo ha deslucido su trabajo. Pero hay en él una confianza invencible. Cuando ya quedan los novillos más hambreados en el apiñadero, ha ensillado al Tafetán, que nervioso manotea impaciente, por aquietar los ímpetus que le acometen antes de comenzar aquellos trabajos, en que es caballo maestro. La Rosa Insunza ha visto con misterioso fuego en las pupilas, de cómo el muchacho ha quitado las riendas a su animal. Correrá en él gobernándolo únicamente con las piernas y el impulso de su cuerpo.

Sale veloz el novillo y el Tafetán, con salto flexible de felino, parte tras él, alcanzándolo en seguida para paletearlo con gallarda elegancia. Junto al trapo flameador, la atajada es soberbia. Jinete y caballo, un solo cuerpo, cambian la postura y van ahora arreando, para recibir al otro extremo al animal, que les entrega el compañero, que también ha tenido fortuna en su trabajo. Hay un entusiasmo tan indescriptible, que la cueca alarmante y estrepitosa ha cesado, para fijar todas las miradas en el peligroso juego. Vuelven a la tercera vuelta, y en mitad de la carrera el vacuno, con un esfuerzo inaudito, se ha recogido bruscamente para saltar sobre la quincha, tratando de salvarla. Pero fracasa en su esfuerzo, y su mole palpitante se derrumba sobre el jinete, cuyo caballo, con las manos en alto, se ha detenido junto a él. Es tan espantoso el instante, que todos, silenciosos, experimentan el anhelar de un segundo de angustia.

Sobre el caballo ha caído el novillo, y en un montón han rodado hasta el suelo. El hombre no ha alcanzado a saltar de su montura, y ha caído bajo los animales. Un grito de horror ha brotado de todos los pechos.

-¡Se chupó el huacho bruto!

Atropellándose ha corrido la gente al lugar del accidente. El vacuno se ha incorporado y huye cimbrándose jadeante, en tanto el caballo semi-aturdido, no puede pararse. Bajo él, está Pedro Juan, con los labios crispados de dolor, el rostro bañado en sangre, con los brazos y las piernas rotas.

Y antes que nadie hay una mujer junto a él. Una moza robusta y enloquecida, que ha enderezado la cabeza del hombre para abrazarse a ella sollozando, mientras entrecortadamente sus labios gimen roncamente:

-¡Peiro Juan, mi Peiro! ¡Pura fatalidad la tuya, m’hijito! ¡Pero a hombre; a hombre, naide te la pudo ganar!