La partida del maestro Alarcón es una pérdida irreparable para el desarrollo de la música en nuestro país, especialmente para el del canto. Así lo han expresado autoridades y profesionales de la música. Su aporte, sin embargo, abarcó mucho más que lo propio de especialistas, conquistando a niños y jóvenes, acercando a la música incluso a aquellos que no contaban con el canto en su plan de vida. Por ese motivo, reproducimos a continuación el testimonio de una aficionada, de una persona corriente, que fue llevada de la mano por el maestro para adentrarse en una de las satisfacciones más grandes que es posible disfrutar.
Adiós a Víctor Alarcón, el hombre que hizo música
Por Consuelo Ferrer, Periodista
Siempre tuve la inquietud de cantar, algo que nunca hice muy bien. Hice el intento: me metí a coro en séptimo básico en un colegio de Chillán y me acostumbré a mover la boca sin emitir sonidos. Cuando cantaba, la profesora decía: «Alguien está desafinando«.
Varios años después, decidiendo qué electivo tomar en la universidad, volví a encontrarme con la palabra «Coro«. Lo elegí, y todo lo que empezó a pasar desde entonces es algo que todavía me parece realismo mágico. Recuerdo esa primera clase, cuando el profesor nos enseñó a todos —80 o 100 alumnos— a encontrar nuestras voces y entonar una armonía. Se me erizó la piel y me costó creer que la voz que salía de mi boca —no maravillosa, no como para grabar un disco de solista, pero sí a tono— era la mía.
Salí feliz. Recuerdo que pensé en lo gratificante que debía ser la tarea de ese profesor: tomar un grupo de gente aparentemente sin talento ni instrucción y lograr que cantaran. Ese profesor, que a menudo se tapaba un oído para ordenar la música que tenía adentro antes de señalarnos el tono, se llamaba Víctor Alarcón.
Ese semestre aprendí tres o cinco canciones y fui una entre las mil voces del evento final. Fue tanta mi felicidad durante esos meses, que cuando el profesor contó que existía otro ramo que podíamos tomar después, «Coro Avanzado«, no lo pensé mucho y lo inscribí. La diferencia entre ambos cursos era abismal: en el segundo no nos aprendíamos una canción, sino que una obra completa, a menudo dos en paralelo, eran seis horas semanales de ensayo —a veces más— y tuve que aprender a leer música de manera rudimentaria.
Durante ese segundo semestre cantando con Vicho, me tocó acompañar en un concierto a Inti Illimani, ser dirigida por una mujer estadounidense experta en música gospel, cantar en la Catedral Metropolitana, ensayar sábados enteros en el Teatro Municipal. Fueron los meses más exigentes de mi vida, pero también en los que fui más feliz. Hasta hoy mi sonido favorito es el de los instrumentos de una orquesta afinando, antes de empezar a tocar.
Lo que Vicho hizo por mí —enseñarme a cantar, demostrarme que la materia prima está en todos y que basta con un buen director para transformarla en un instrumento— es, al final, lo mismo que hizo por miles de jóvenes y niños que pasaron por su dirección, sobre todo en Crecer Cantando. Muchos de ellos eligieron el camino de la música. A muchos de ellos los salvó de sus propias tormentas.
El domingo pasado, cinco años después de mi incursión en el mundo coral, desperté con una noticia trágica, desgarradora y sobre todo imposible de creer: Víctor Alarcón, el Vicho, había fallecido en un accidente automovilístico a algunas cuadras de Campus Oriente. Me costó varios días creerlo y creo que todavía lo estoy procesando.
Como siempre, Vicho estaba haciendo algo. Trabajaba hace meses para lograr que Santiago fuera la primera capital latinoamericana en completarlo: presentaría las 209 Cantatas de Bach, una tarea que se extendería por seis años, con diez conciertos anuales. El ciclo de 2018 había terminado el 26 de agosto y le quedaban todavía cinco años por delante.
No creo que haya sido su único proyecto y dudo que fuera el más ambicioso. Le quedaron, sin duda, muchos otros pendientes. No dejo de sentir desazón al saber que él, con su persistencia y energía, ya no estará detrás de todos ellos.