Desde entonces hemos aquilatado la importancia de la libertad de expresión, la tolerancia y el respeto a las diferencias. Ese ideal hoy se encuentra amenazado.
Thomas Aikenhead estudiaba en la Universidad de Edimburgo. En un pub, con un grupo de amigos -quizá con unas cervezas de más- se habría burlado de las Escrituras, llegando incluso a mofarse de Dios y negar la Trinidad. Sus compañeros lo delataron. Se le acusó de blasfemia. Fue enjuiciado. Y en 1697, a los 20 años, ahorcado. Esta fue la última ejecución por temas religiosos en Gran Bretaña. Algo muy simbólico en los albores de la Ilustración.
Voltaire, un célebre de la Ilustración, lamentó no estar de acuerdo con las ideas de otro, pero ofreció su vida por el derecho a defenderlas. Desde entonces hemos aquilatado la importancia de la libertad de expresión, la tolerancia y el respeto a las diferencias. Ese ideal hoy se encuentra amenazado.
La nueva cultura de la cancelación es un fenómeno inquietante. Ya hemos visto lo que sucedió en The New York Times, lo que ha pasado en Princeton con Woodrow Wilson y ahora en Yale (#CancelYale). Las estatuas caen y la película “Gone with the Wind” será transmitida con advertencias. Así avanza este coro de lo correcto. A veces me pregunto si terminaremos censurando o prohibiendo a Platón y Aristóteles por defender el infanticidio. ¿No será mejor entender el contexto con ánimo reflexivo, y no descalificar con ese espíritu inquisidor que solo ve el pasado con los ojos del presente?
Además, las universidades se han ido convirtiendo en espacios protegidos. Las aulas, e incluso la enseñanza, han transitado de la riqueza de la espontaneidad a la restricción, del desorden del trial and error a un orden aséptico, de la honestidad intelectual a lo que se supone correcto. Hoy los profesores se controlan y se miden. Piensan cada palabra y cada gesto. Los polémicos chispazos, los atrevidos juicios como el de Aikenhead -remezones que nos obligan a pensar- son cada vez más escasos. Atrás quedaron esas conversaciones libres, esos seminarios en un bar o algún asado de fin de año con los estudiantes.
En una carta publicada en Harper’s, un grupo de 153 intelectuales y artistas reaccionaron ante la “sofocante e intolerante” atmósfera que vivimos. Argumentan que “nuestras instituciones culturales enfrentan un duro momento de prueba”. Acusan esta nueva intolerancia gatillada por “la moda de avergonzar al otro para excluirlo”. Esta práctica conduciría a una “perversa tendencia que reduce los problemas complejos a una certeza moral que nos ciega”. Concluyen que “el mejor camino para derrotar las malas ideas es exponerlas a los argumentos, a la persuasión”. No se trata de “silenciarlas o alejarlas”. Y lo que está en juego es, precisamente, la libertad. Ese fue el llamado de la Ilustración.
El debate o la encrucijada actual es parecido a lo que sucedió durante el siglo XVIII. David Hume y Adam Smith pensaban que la moral no obedece solo a la razón. Desarrollaron el concepto de empatía, de la importancia del otro y lo que piensan de nosotros. Buscamos el reconocimiento social en los demás. Con las nuevas herramientas tecnológicas, cuyo objetivo era promover la libertad y ahora parecen coartarla, ¿no será este impulso humano -buscar la aprobación o evitar la desaprobación- lo que nos lleva a estos extremos? Es posible que así sea. Recientes estudios muestran cómo ha aumentado la autocensura, sobre todo en las universidades. Nadie quiere ser víctima de algún tipo de “cancelación”. Es más fácil sumarse. O simplemente restarse. En su famoso ensayo “On the Liberty of the Press” (1742), David Hume nos recuerda que “muy rara vez la libertad de cualquier tipo se pierde por completo de una vez”. Es una reflexión atingente. Pero también defiende el “ejercicio ilimitado de la libertad de expresión”. No puedo estar más de acuerdo en su defensa de la libertad. Y de la tolerancia ante lo que nos incomoda.
Publicado originalmente por el Centro de Estudios Públicos (CEP), 15 de agosto de 2020